23 de diciembre de 2009

No quiero ser Amanda.

Supongo que debido a ciertos eventos en mi historia personal, nunca sentí demasiada atracción por las Fiestas, particularmente Navidad. Como buena ovejita, he heredado la cuasi-inexistente "tradición regalera" de mi familia, y el hecho de intentar salirme de ese lugar y querer comprar regalos me resulta engorroso, frustrante y una prueba para mi temple. No importa la ocasión ni el destinatario, NO SÉ REGALAR.

No soy de esas personas que es capaz de comprarte algo tan inútil como una pluma recién rescatada de entre las cagadas secas de Plaza de Mayo y te alegra el día por lo lindo de su gesto, ni de esas que se gasta un fangote de guita y, de última, si no te gusta, vas y lo cambiás, contenta de llevarte esa cartera que mirabas de afuera con la ñata contra la vidriera y un lagrimón a punto de piantarse, ni de esas que, aunque tengas de todo, encuentra esa nimiedad que estaba haciendo falta en tu cartuchera, cartera, cocina o altar de San Expedito, y que siempre te olvidabas de comprar...

Mis regalos espontáneos son tan frecuentes como las lluvias de Atacama, y cuando sé que se avecina un cumpleaños o fecha que amerite un presente, arranco con tiempo a estudiar el asunto. Luego de muchas idas y venidas, adquiero el ítem en cuestión (de purreta, cuando no había efectivo y tenía que hacerle un regalo a mis amigas, les escribía una carta volcando todos mis problemas mentales, pero ya estoy vieja para eso y he usado todas las gomadas posibles para esas ocasiones durante la secundaria). Salgo del negocio, bolsa en mano, avasallante y orgullosa por mi hazaña, pero tres segundos después empiezo a dudar de mi regalo: "¿y si ya tiene algo así?", "¿y si justo le regalan dos? ¿cuál cambiará, el mío o el otro?", "uy, creo que alguna vez dijo que esto era una pedorrada...", "bueh, fue, si no le gusta, que lo tire a la mierda, o lo esconda... ay pero cuando vaya a la casa y no vea que lo tiene arriba de alguna repisa, juntando polvo, me voy a dar cuenta de que no le gustó, qué al pedo, tendría que haber comprado lo otro!", y bla bla bla. Dudo como emo. Capusotto un poroto.

Cuando finalmente llega a su destinatario, lo entrego temerosa, con cara de "ya sé que es una chotada, ahorrate el comentario" y yéndome en excusas que a nadie le importan, como tampoco importa demasiado si, una vez recibido, lo aceptan felices, lo cambian, lo usan de soporte para el sandwich de salame de Milán del sábado pasado, o lo archivan. Mmmm momento! Me retracto: me importa, pero ya me desligué de la responsabilidad, ahora es cosa del que lo recibió, y respiro aliviada. Al mejor estilo del Juego de la Oca, "Prueba suuuperaaada!"

En fin, lo que quería decir antes de desvariar de tal manera, es que generalmente no me gustan las Fiestas, pero este año no sé qué me pasa. Compré regalos. Quiero que lleguen, estoy ansiosa. Estoy contenta -aunque faltan años luz para que el forro del espíritu navideño me invada eh. Quiero YA estar en la mesa, brindando y yéndome a cambiar para ver a mis amigas, para festejar como todos los años. Quiero sentir eso que hay en el aire tipo 21 hs., cuando salís de bañarte y empezás a disfrutar de la víspera. Quiero hacer "chin chin" muchas veces, con la gente que lo vale. Quiero charlar con mis amigas. Quiero el olor a Chivilcoy en verano, particularmente de noche. Eso quiero.

Este cambio me recuerda a la segunda peli de Los locos Addams, cuando Merlina va al campamento y de inmediato se convierte en contraparte de Amanda, la rubia perfecta. Luego de diversos eventos y tanto trato con el mundo exterior, Merlina llega a sonreír... Así me siento. Pero avísenme antes de convertirme en Amanda, por favor.

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